El otro día tuve un encontronazo con un vecino muy maleducado y me puse muy nervioso. Hay gente que sufre estas situaciones más y quien las deja pasar sin darle muchas vueltas, para mí una persona gritando enrojecida por la ira es algo a lo que no podré acostumbrarme. Llegué a casa y como si hubiera sido puesta allí con un truco de magia descubrí, sobre la mesa de café, una cajetilla del tabaco de la marca que yo fumaba y un mechero. Se lo había olvidado una amiga y hasta este momento no me había dado cuenta. Abrí la caja y vi que estaba mediada. Tuve que apretar los ojos y hacer un esfuerzo para parar el impulso de encender uno.
Hace once meses que dejé de fumar, y en este tiempo he intentado acostumbrarme a la idea de que esto no termina nunca y que es como un voto que uno hace y que se renueva todos los días.
Hay gente que dice que le da asco el olor del tabaco, cuando lo oigo siento envidia y me pregunto por qué eso no me pasa a mí, yo sigo teniendo oleadas de un placer intenso cuando alguien deja una bocanada que sin darme cuenta me trago.
Creo que últimamente lo único que de verdad hace que no vuelva a fumar es la certeza de que si lo hago no podré dejarlo nunca, de que me convenceré de que hice todo lo posible y que no funcionó. Y esto no debe de ser del todo bueno, debería de estar disfrutando de los beneficios del esfuerzo que he hecho. A cambio estoy centrando mi abstinencia en el miedo y eso me provoca una ansiedad que no me gusta. Supongo que el caso es no encender ese primer cigarrillo independientemente de por qué lo haga y que esta historia mía de querer disfrutar de la abstinencia es una memez.
No voy a fumar, pero creo que voy a tener que desarrollar una nueva estrategia para no sufrirlo tanto. Tengo que buscar alguna forma de mantener una actitud positiva y rescatar algo de aquella motivación primera. Voy a volver a empezar a dejar de fumar, con la ventaja de llevar once meses sin hacerlo.